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Cultură

Así es tener cáncer a los 20 años

Hoy, la gente me dice que fui muy valiente y fuerte por haber luchado contra el cáncer a los 20 años. Nunca he sido –y seguramente nunca seré- valiente. Estaba cagado de miedo.

"Hay formas de tratar lo que tienes, pero no podemos hablar de una 'cura'", dijo el hematólogo soltando un suspiro. "Es más apropiado hablar de 'remisión'."

Allí estaba yo, escuchando a mi médico divagar sobre semántica, mientras esperaba que me dijeran si iba o no a morir. Era un ganador más de la lotería del cáncer, uno de los siete jóvenes a los que cada día diagnostican cáncer en el Reino Unido. Era mi día. Lo que había empezado siendo una simple estadística colgada de la pared de la consulta de mi médico de cabecera acabó siendo mi realidad. Mi francamente decepcionante realidad.

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Dejando de lado el hecho de que es una enfermedad potencialmente mortal, la verdad es que no me habían ido mal las cosas. Llevaba tres meses y medio con una chica en lo que era mi primera relación seria y me había hecho a la vida británica como estudiante de intercambio procedente de mi Francia natal.

Pensando en ello, quizá mi situación me ayudó a digerir mejor la noticia. Por primera vez había alguien en mi vida cuya felicidad me preocupaba más que la mía, lo que contribuía a aumentar la ansiedad que ya empezaba a sentir. También tenía la sospecha de que el tratamiento que estaba a punto de recibir pondría punto final a mi régimen de fiestas en casas de amigos y a mi dinámica de pasármelo bien sin tener que pensar en qué pasará mañana, ya fuera una punción en el brazo con una aguja o un bisturí o tener que estar tumbado en el interior de una enorme y ruidosa máquina, sumamente consciente de mi condición de mortal.

Es curioso cómo llegué a ese punto: todo empezó con un ganglio linfático inflamado el primer día de verano. Luego, el médico de cabecera no supo ver que había algo que estaba mal. Dos veces.

Opté por la opción más sensata: hacer mi propio diagnóstico consultando en internet. Por una vez, lo que leí me tranquilizó: nueve de cada diez veces, decían unos desconocidos sin cara en los foros, la hinchazón era síntoma de una infección benigna. Para quedarme más tranquilo, fui a ver a mi médico una vez más, solo para cerciorarme de que el Dr. Google no se estaba quedando conmigo, de que no había nada malo con ese feo bulto que había empezado a crecerme en el cuello.

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Al final me derivaron a Urgencias, donde me sometieron a un par de pruebas de detección de infecciones. Quince días después, me llamaron del hospital para que acudiera. Los resultados habían dado negativo y se tenían que contemplar causas más graves. Por esa razón, iba a tener que pasar largos periodos de tiempo hospitalizado, con anestesia, llevando una de esas batas que te dejan el culo al aire y dejando que me quitaran trozos de tejido del cuerpo.

Al cabo de varias semanas, después de que me derivaran a un especialista en Francia, me informaron de que habían encontrado células anómalas durante la biopsia, llamadas células de linfoma no Hodgkin. "Hay muchos tipos de linfoma. El tuyo se denomina linfoma difuso de células B grandes."

Omitieron la palabra que empieza por C.

El corazón me latía con fuerza. No sabía qué pensar, hacer o decir. ¿Qué haces cuando un médico te da el diagnóstico que llevabas semanas esperando recibir, pero que no tenías ningunas ganas de conocer? ¿Darles las gracias? Eso habría sido raro. Así que me limité a quedarme callado mientras notaba cómo la vida se esfumaba de mi cuerpo.

Mientras la doctora me aseguraba que el linfoma es el tipo de cáncer para el cual el tratamiento suele ser más efectivo y yo asentía con la cabeza, no podía evitar sentir que estaba siendo castigado por algo que escapaba a mi entendimiento. De pronto, mi pensamiento se ofuscó ante la perspectiva de la muerte hasta el punto de que no era capaz de vislumbrar un futuro. No tenía ni idea de cómo iba a dar la noticia a mis amigos y familiares. Se me antojó egoísta imponer esa carga a los demás, sobre todo a mi novia. Incluso se me pasó por la cabeza romper con ella para evitarle esos meses de sufrimiento innecesario.

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Durante las semanas siguientes se sucedieron las exasperantes pruebas que arrojarían más luz sobre la fase en la que se encontraba mi cáncer: resonancias magnéticas, PET, pruebas de fertilidad e intervenciones quirúrgicas. Aunque de cara a la galería me mostraba fuerte y valiente, pasaba las noches aterrorizado, obsesionado con la idea de tener que dejar el mundo en cualquier momento, así, sin previo aviso.

Luego empecé con la quimioterapia. No podía soportar la idea de perder el pelo. ¿Quién se queda calvo a los 20 años? Temía lo peor: parecer John Travolta en 2015. No descarté la posibilidad de hacerme una peluca. Me desprecié por tener pensamientos tan superficiales, pero temía que mi novia dejara de encontrarme atractivo. Para mí, perder el pelo era casi como perder mi identidad.

Una mañana, me desperté cubierto del pelo que se me había caído durante la noche, así que pedí prestada una máquina y acabé de raparme los pocos mechones que quedaban. Me acostumbré a mi nueva imagen rápidamente y me deshice de la gorra que llevaba permanentemente pegada a la cabeza, por miedo a que mi calvicie inspirara lástima a mis allegados. Cuando lo pienso ahora, ¿qué importancia tiene perder el pelo si lo comparas con perder la vida? Para las pocas personas a las que les conté mi enfermedad, el destino me había hecho una cruel jugarreta; para otros, era simplemente un tío calvo. Acepté ambas definiciones a regañadientes.

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Lo más horrible del cáncer es que no podía hacer nada concreto para combatirlo. Circulan muchas teorías sobre los efectos milagrosos del zumo de mango y arándanos, pero por mucho que lo intentara, no podía evitar apartarlas por considerarlas opciones fruto de la desesperación. Físicamente no era difícil convivir con el cáncer. Tal como me habían advertido, sentía náuseas, pero afortunadamente no vomitaba.

Las esperas también me causaban mucha ansiedad: primero, esperando a que me dijeran que ya no tenía cáncer; después, la espera para volver a ver a mi gente en el Reino Unido. El cáncer me había distanciado de todas mis amistades. Mientras ellos se gastaban el dinero en pasarlo bien, yo dilapidaba el mío en el alquiler de una casa en la que ya no vivía y en viajes de dos días a Inglaterra.

También me sentía apartado del resto del mundo. No encontraba las palabras para explicárselo a mi familia; probé con la ayuda de asesores y de un psicólogo, pero me daba la impresión de que se limitaban a asentir a cualquier cosa que les dijera; y era completamente incapaz de expresar mis sentimientos a los médicos. ¿Cómo podía esperar que me entendiera ese puñado de personas que desdeñaban cualquier pregunta que les hacía, haciéndome sentir como un idiota por hacerlas?

Los especialistas saben mucho de tratamientos, pronósticos y quimioterapia. Lo que no saben –o prefieren no decirte- es lo solo que llegas a sentirte atrapado en ese cuerpo lampiño; la forma en que la gente te mira con una lástima torpemente disimulada; al final, estás solo con tus miedos.

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La mayorías de las personas afectadas de cáncer con las que he hablado han adoptado la misma postura: quieren que se les vea como personas normales, no como pobres almas moribundas. Y tiene mucho sentido, si lo piensas, porque esa idea demuestra lo equivocado que está el mundo con respecto al cáncer. Lo primero que me preguntaban cuando decía que tenía cáncer era si estaba bien –eufemismo de "¿Te estás muriendo?"-, como si estuviera condenado, como si tuviera las palabras "enfermo terminal" tatuadas en los párpados.

Finalmente, tras cuatro sesiones de quimioterapia repartidas en un periodo de tres meses y medio, se produjo una remisión. Había sobrevivido al cáncer y a la espantosa comida del hospital. Un año y medio después, he podido volver a mi rutina diaria y, lo más importante, a mi novia, lejos de las agujas, las camas de hospital y las batas de exhibicionista.

Sin embargo, antes de que se me pueda considerar "curado", debo seguir acudiendo a revisiones trimestrales durante otros tres años y medio.

Hoy, la gente me dice que fui muy valiente y fuerte por haber luchado contra el cáncer a los 20 años. Quizá fuera lo que se esperaba de ellos, pero a mí aún me resulta chocante. Más que valentía, tuve suerte de estar rodeado de la gente a la que quiero durante todo el proceso. Suerte de poder viajar mientras estaba enfermo, de tener una razón para no decaer en los encuentros con mi novia. Suerte de que la quimioterapia funcionara conmigo.

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No sé muy bien qué he hecho para merecer el calificativo de "valiente", y por eso me incomoda. Nunca he sido –y seguramente nunca seré- valiente. Estaba cagado de miedo. Aterrorizado. Simplemente hice lo que cualquiera en mi situación imagino que habría hecho: aferrarme a la esperanza.

La mayor incógnita que me asalta ahora es: "¿Cuándo volveré a llevar una vida normal de nuevo?". ¿Qué futuro me espera sabiendo que acecha la posibilidad de una recaída? ¿Cómo me planteo la opción de crear una familia cuando la quimioterapia prácticamente ha arruinado cualquier posibilidad de tener hijos?

En mi caso, creo que la mejor manera de llevarlo es escribir sobre mi experiencia. Me resulta más fácil expresar mis sentimientos por escrito que de viva voz, y darle la forma de artículos como este –cartas a mí mismo, básicamente-, me permite ver las cosas con cierta distancia.

Pero sigo asustado. ¿Qué más se puede hacer si no esperar a ver cómo se desarrollan las cosas? Lo único que sé es que estoy muy agradecido de estar vivo.

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