El hombre de unos 60 años de edad, flaco, alto como un jugador de basquetbol, con barba y cabellos grises y grasosos, cojea al caminar. Apoya su peso en un bastón de aluminio que él mismo reforzó con dos bastones de madera, como los que usan los danzantes michoacanos en la Danza de los Viejitos, amarrados con listones y retazos de tela de colores. Hace tres años iba todas la mañana a la fonda "La Reynita", en la calle de Perú, a ayudarle a doña Ema, la dueña del negocio. El teporocho le hacía el aseo, afuera y dentro del local, así como los mandados: iba a traer cajas de huevo a la Lagunilla o traía pechugas, piernas y muslos de la pollería de don Cuco. Luego de las labores, la señora le pagaba con comida y unos cuantos pesos, 15 al principio y después le subió el sueldo a 20. Con ese dinero le alcanzaba para su pomo. Hasta el día del accidente.
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"Bendito sea dios nunca me falta de comer. Por eso no ando de ojete", dice mientras cambia su acento, engola la voz, la raspa para oírse malo y gandalla. " ¡A ver, cabrón, regálame una moneda, nomás cinco para completar! Yo nel, nada de eso. Hay veces que sí tengo la necesidad de pedir porque no queda otra. Pero yo digo: Si se puede, por favor. No que otros van con el: ¡'Ora me das a huevo!", la risa por el albur expulsa su aliento a alcohol fermentado y presenta los dientes manchados, resultado del tiempo sin pasar un cepillo con dentífrico. "Es que a mí sí me saca de onda gente muy abusiva que nomás piensa en chingarte. A huevo ni los zapatos entran. Mira, luego viene gente que me pide de comer. Si, compas que viven en la calle. Saben que algo tengo. Pos va. Cuando no tengo les digo: Pues discúlpame, pero vamos a conseguirte aunque sea un taco de tortilla. Nomás le echas sal y salsita y va pa'trás".
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