FYI.

This story is over 5 years old.

Fotografías verbales

Primero me tendrá que matar a mí

COLUMNA. Me tomé una cerveza en un café colombiano en donde las balaceras y los asesinatos son el pan de cada día. Crónica corta.

Foto por Daniela Echeverry.

Era una noche de calma. Parecía la de un domingo después de las vacaciones. No se veían carros en las avenidas, sólo gatos vagabundos acechando ratones en las alcantarillas. En el café había una mesa ocupada. La mía. Dos cervezas a la mitad. De fondo, la música de Darío Gómez. Las meseras cuchicheaban junto a la barra y se hacían bromas con el bartender. Eran tres: dos muy jóvenes, quizás en los 20 años, y otra mayor de 40. Todas de jean forrado y nalgas erectas. Querían cerrar temprano e irse a dormir. Esperaban que mi amigo y yo pagáramos la cuenta. En eso, vi al administrador del café que salió corriendo hacia la calle por una puerta lateral. Corrió de la manera en que alguien huye: con la cabeza bajita y amortiguando las pisadas para no levantar ruido. Mientras tanto, vi a un hombre negro, calvo y fornido entrando por la puerta central. Vestía camiseta, bermuda y tenis sin medias. Tenía cara de pocos amigos pero saludó a las meseras con cariño y se quedó con ellas. Noté que lo conocían de antes y más tarde supe que era el esposo de una mesera que esa noche estaba de descanso.

Publicidad

Seguí en lo mío: la charla, la cerveza, la música. De Darío Gómez pasó a Vicente Fernández. De la ranchera saltó al tango. Del tango regresó a esa música popular colombiana de despecho, pero esta vez en la voz del Charrito Negro. Yo empecé a contarle a mi amigo —un capitalino de vida rosa— que en una noche así, pero exactamente diez años atrás, dos sicarios habían entrado a este café, le pidieron dos cervezas a una mesera, desenfundaron sus pistolas —una 9mm y una 7.65— y acribillaron a un abogado de 35 años, padre de familia y esposo. Le descerrajaron más de veinte tiros entre la cabeza y el tórax. Yo me había saludado y despedido del abogado dos horas antes de su asesinato.

Cuando nos dimos el abrazo le sentí su pistola entre el cinto y la espalda. Como si supiera que cualquier cosa podía pasarle. Le aclaré a mi amigo que por fortuna no me había tocado atestiguar ese crimen. Le dije que la mesera que había atendido a los sicarios quedó traumada y nunca pudo reincorporarse al trabajo. En los años siguientes en aquel café tuvieron lugar otras balaceras y dos asesinatos más. Al saberlo, mi amigo me miró con un gesto de reclamo, como diciendo: "¿por qué me trajiste aquí?". No tuve ningún motivo esencial. Fue la costumbre. De tanto que me amaño en ese sitio, siempre pienso que algún amigo también lo puede disfrutar.

La cosa iba así y lo que pasó a continuación pudo haber sido la casualidad o pudo haber sido el acierto de una probabilidad: tantas veces ha sucedido que es fácil que vuelva a suceder.
El administrador regresó. Lo vi entrar por la puerta central, erguido, con la mirada altiva y paso seguro. Fue claro que lo que lo había hecho huir minutos antes ya no lo atemorizaba. El negro calvo y musculoso se desprendió del cuchicheo con las meseras y se abalanzó contra el administrador que era un hombre escuálido, de poca estatura y de raza indígena. Fue un momento instantáneo: el administrador se alcanzó a zafar y tomó distancia del negro situándose al otro extremo de una mesa de billar. Comenzaron los insultos.

Publicidad

—¡¿Creíste que ella no tenía marido, pedazo de hijueputa?! —le gritó el negro.
Las meseras se quedaron heladas y mi amigo enmudeció. El administrador no contestó nada, pero no se veía atemorizado. Altivo, le mantuvo la mirada.

—Ella tiene un hombre que responde por ella —dijo el negro—. ¿Te creés muy hombre con ella? Hacete el hombre conmigo. Dejate alcanzar que te voy a romper, pedazo de hijueputa.

El administrador escuchaba como si no fuera con él. Callado, solo miraba. Y si el negro intentaba acercarse, él se corría en el sentido opuesto de la mesa. Hasta que no se corrió más y se quedó quieto contra una esquina. El negro alcanzó a acercársele un paso apenas, porque el administrador sacó un revólver. A unos tres metros de distancia, le apuntó al negro. El brazo completamente extendido, los músculos del cuello tensionados, la mano derecha apretando al arma. Todos saltamos de nuestros lugares y gritamos al mismo tiempo distintas cosas. Las meseras: que no fuera a disparar. El bartender: que se calmara. Yo: que guardara el arma. Mi amigo seguía enmudecido y amarrado a la silla.

El negro no se arredró. No se quedó callado. Le siguió reclamando haberse metido con su esposa o haberla irrespetado. El administrador lo dejó hablar y hablar, y sin decir palabra montó el percutor. El revólver quedó en ese estado sensible en el que cualquier movimiento involuntario de los dedos jala el gatillo. Todos creímos que iba a estallar el primer disparo. Todos, excepto la mesera mayor de 40 años a quien llamaré María.

Publicidad

Esta mujer dio tres pasos lentos desde la barra hasta ponerse por delante del negro. Mejor dicho: hasta anteponerse entre el negro y el revólver. Sin gritar y con un completo manejo del miedo, dijo:

—Si usted va matar a este señor, primero me tendrá que matar a mí.

Nos quitó el aliento. Tanta valentía. Hasta el negro quedó en silencio. El administrador no bajó el arma. Siguió apuntando en la misma dirección, pero alcancé a ver que movió los ojos de un lado a otro. ¿Dudó? ¿También le iba a disparar a ella?

—Si usted cree que la vida de este hombre vale lo que vale esta pelea, dispáreme —dijo María.

De súbito, el administrador se guardó el revólver y salió corriendo de la misma forma que lo vi la primera vez: por la puerta lateral con la cabeza agachada y sin hacer sonar las zancadas. Al segundo, vi a dos patrulleros de la policía que entraron corriendo. El bartender los había llamado.

María no tenía ninguna relación de parentezco con el negro ni con la mesera vituperada. ¿Qué la movió a arriesgar su vida? ¿De qué rincón emergió la fuerza de su humanidad? Ni esa noche ni más adelante se lo pregunté.