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Hijo de la ira

Eusebio Ruvalcaba, el escritor de cortesanos

''A lo largo de mi vida he conocido a muchos borrachos. Me he topado con malacopas, con cantantes, con sabiondos, con violentos, con droguis, con buenaondita, pero nunca he bebido con alguien como Eusebio".

A principios de siglo, llegó a mis manos Un hilito de sangre, de Eusebio Ruvalcaba. Y llegó tal y como a Ruvalcaba le gustaba la promoción de un libro: de boca en boca, de mano en mano. Mi carnalazo Carlos F. Ortiz ordenó que la leyera. Y así lo hice.

Apenas era 2001. Yo vivía en Chilpancingo, Guerrero. Mis únicos bienes materiales eran una chamarra de mezclilla y un discman. Internet se veía como una lejana utopía y la literatura respiraba más lento. Es decir, Un hilito… tenía 10 años publicada, sin embargo, llegó a mis manos con el mismo entusiasmo con el que Ruvalcaba debió recibir el primer ejemplar. Los libros se leían y se releían. Después se prestaban a los amigos, para luego conversarlos al calor de unos rones. Las novedades editoriales ni las conocíamos.

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Un hilito de sangre representa una obra a la que le profeso demasiado cariño. Esa estima quizá se deba a que gran parte de lo que escribo abreva en esta divertidísima novela celebrada por gente como José Agustín o Elías Nandino. Algunos de los códigos usados por León, su protagonista (quizá, una especie de Holden Caulfield mexicano) todavía los utilizo en mi vida diaria: NPI (ni puta idea) o el truco TQ (tei quirisi).

Por supuesto, al leer Un hilito… Ruvalcaba no era un extraño para mí. Seguía religiosamente sus narraciones (a veces eróticas, a veces etílicas, a veces de música clásica) en la columna del mismo nombre que publicaba en La Mosca en la Pared. Lo leía con el gusto de quien conversa con el tío buenaonda. Con la alegría de encontrarse con un amigo (así era la vibra que producía una revista impresa) y con la certeza de que sus escritos lograban una de sus máximas aspiraciones como escritor: conmover. Nunca sales ileso de Ruvalcaba.

Por ese tiempo, mi hígado vivía su época de oro: podía beber cualquier cosa, a cualquier hora y en cualquier sitio. Mi record personal quedó en una borrachera ininterrumpida de dos meses y medio. En esos días siempre andaba con una pachita de Don Pedro en la mochila. Al despertar, lo primero que hacía después de lavarme los dientes, era darle un trago. Y antes de dormir, igual. Así, al pelo.

En la cueva donde nos refugiábamos con mi palomilla, un día Erik Escobedo, El Demon (el único poeta maldito vivo que conozco), me regaló Clint Eastwood hazme el amor. Su lectura fue fundamental. Marcó un antes y un después en mi dipsomanía. Las palabras de Ruvalcaba abren las puertecillas para asomarnos a lo que ocurre en las cantinas. El mundo del alcoholismo (y algunas de sus razones) se revelan en estos 25 relatos, cuyos protagonistas beben y viven modestamente, en el anonimato, tal y como ocurre con el alcohólico (ser dipsómano no es ningún orgullo, ni motivo de presunción). Leer este libro, fue leerme y por lo tanto, reconocerme. Mis borracheras ya no fueron las mismas.

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A lo largo de mi vida he conocido a muchos borrachos. Me he topado con malacopas, con cantantes, con sabiondos, con violentos, con droguis, con buenaondita, con altaneros, con chocantes, con todólogos, con pedantes, con tengo-un-proyecto-poca-madre, pero nunca he bebido con alguien como Eusebio.

En 2003, junto con Ortiz, armamos una cosa que denominamos Feria del Libro Juvenil, inspirados la de Guadalajara. No sé cómo, pero convencimos a un funcionario estatal de que invirtiera una migaja de presupuesto para una actividad de ese tipo. Claro, en la actualidad no es nada extraño: hay ferias del libro en cada esquina. Pero en aquellos años era impensable para un estado tan atrasado y tan priísta como Guerrero (tan impensable que pasaron 10 años para que se hiciera algo parecido en la entidad).

Uno de los primeros invitados y confirmados, fue Eusebio.

Conocerlo en persona, solo hizo más entrañable mi admiración hacia él. Se trataba de un conversador infinito, excelso y humilde. Pero Eusebio no era de esos parlanchines que acaparan la atención y que interrumpen a cada rato con los clásicos "cuando yo era…", "cuando yo estuve…", "cuando yo hice…". Ruvalcaba dejaba fluir la charla entre los presentes, como un mediocampista que reparte la bola, sabedor de que la armonía cantinezca no se consigue con una plática unidireccional.

Con Eusebio, la conversación transmutaba a género literario: la palabra fluía con ritmo, junto con su fabulosa erudición musical. Porque eso hay que recalcarlo: Ruvalcaba era una autoridad en música clásica (como él dijo en esa ocasión: "yo quería ser músico y terminé como escritor"). Con él, la música clásica se volvía un tema tan ameno, tan interesante, que incitaba a llegar a casa y tirar todos tus discos de rock. Sin embargo, contrario a lo que se piense, Eusebio no alardeaba de ese conocimiento, sino que lo contaba con tanta suavidad, que no sabías en qué momento dabas por sentado que él era el director de cámara y tú un simple espectador.

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Su carrera en la narrativa mexicana la mantuvo fuera de reflectores y en eso radica uno de sus mayores atributos. Eso, sumado a su sencillez y una bondad poco vista (siempre apoyó proyectos editoriales independientes), propició que sean bastantes los seguidores de su obra (aunque Eusebio odiaba llamarle así a su legado literario).

El martes por la noche, al difundirse la noticia de su muerte, en Twitter pude encontrar infinidad de publicaciones en honor a su memoria, lo cual confirma que era un escritor querido y estimado de verdad, pese a no tener una exposición mediática.

Con el tiempo, La Mosca dejó de publicarse (no sin antes, abrirme sus páginas; uno de mis mayores logros), aunque La globalización trajo muchas más opciones para seguir los escritos y libros de Ruvalcaba (escribió poesía, novela, ensayo, cuento, dramaturgia y una estela de artículos periodísticos). Además, gracias a Internet podías leerlo en alguna revista, un blog, un periódico o desde su página personal, el cual, junto con sus libros, son prueba todo lo aquí hablado.

En la única ocasión en que lo vi, estuvo menos de 24 horas en la capital guerrerense. Su visita fue tan rápida, que cuando llegué a la puerta del hotel donde se hospedaba, con un bonche de libros para que me los firmara (en ese tiempo, los autógrafos de escritores aún no se devaluaban), me encontré con la noticia de que ya se había marchado. Hoy, al enterarme de su muerte, me arrepiento de no haber llegado 10 minutos antes. Tal vez su dedicatoria me habría reconfortado un poco.

@balapodrida