ESPAÑA

Crecí en una familia de feriantes en la España de los 80

Actuaciones de Camarón, lavarse en una palangana con una alcachofa portátil y convivir con recortadores enanos y zoos ambulantes.
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Todas las imágenes cortesía de la familia de la autora

Los mejores recuerdos de mi infancia son en una caseta de feria, durmiendo en la misma cama que mi abuela María y haciendo como que ayudaba a descargar el furgón mientras mi abuelo Gregorio fumaba mucho y mi abuela se quejaba porque mi abuelo fumaba mucho. Montaba gratis al Gusano Loco y a la noria, me lavaban en un barreño, me regalaban gusanitos naranjas y trozos de coco y si se nos había acabado la sal o no teníamos limón mi abuela me mandaba a la caseta de al lado a pedirlo y tenía que decir que era "la de los Bisuteros" cuando me preguntaban.

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Una feria me eché una amiga que se parecía mucho a Melody y era mayor que yo y creo que me enamoré un poco de ella como se enamoran las niñas de otras niñas más mayores, queriendo parecerse a ellas, queriendo ser ellas. Sus padres tenían un caseta de tiro y la niña que se parecía a Melody ayudaba a hinchar los globos en los que había que hacer diana y a cobrar, y cuando me veía llegar me sonreía y me alzaba un poco en brazos. Lloré mucho el día que me despedí de ella mientras de fondo sonaba seguramente Camela y aquel fue mi primer amor de verano.

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Yo con mi tía Vanessa en la parte trasera de la caseta de mis abuelos.

Mis abuelos eran feriantes y los mejores recuerdos de mi infancia son en una caseta de feria, durante las semanas de vacaciones en las que mis padres me dejaban ir con ellos, haciéndole kilómetros a la Mercedes blanca y montando y desmontando bicis y carritos de muñecas en cada pueblo. Pero nunca les decía al resto de niños dónde pasaba el verano ni que mis abuelos tenían un puesto de juguetes. Para cuando yo nací, en los 90, ya habían llegado las las vacas flacas y a mi yo de 9 años le daba vergüenza contar que éramos feriantes, no fuera a pensar la gente que éramos unos quinquis y unos maleantes. Porque siempre había oído, fuera de la feria, que los feriantes éramos eso.

Un día esa vergüenza se tornó orgullo. No sé muy bien cuando pero intuyo por qué, me empecé a dar cuenta de que uno no puede sentir vergüenza de dónde ha nacido, de donde viene, por mucho que le hayan dicho desde que tiene uso de razón que la única manera de no fracasar es marcharse.

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Mi tía Arantxa vigilando el puesto de mis abuelos en los 80.

"La abuela era la primera que no quería que siguiéramos con las ferias, que nos animaba a estudiar y a buscar otros trabajos en los últimos años, antes de morir", me dice Vanessa, mi tía, la hermana menor de mi madre cuando los reúno a todos para preguntarles cómo fue crecer en una familia de feriantes. Vanessa nació el día 2 de septiembre del 80 y el 7 ya estaba en la Feria de Albacete, una de las más grandes de España. Mi madre nació el 12 de julio del 69 y el 14 durmió por primera vez en una caseta y la bañaron por vez primera en una palangana, en la feria de Manzanares.

"Hubo años muy buenos", me explica mi madre, "antes de que llegaran los todo a cien y las tiendas de los chinos después, que fue de los 90 en adelante. Durante los 70 y 80 todo el mundo esperaba la feria de su pueblo o de su ciudad como lo mejor que pasaba cada año. Era casi el único sitio donde podías comprar juguetes o cosas que no encontrabas en ningún otro lado, donde montarte en atracciones, ver animales e incluso ir al teatro -con mis padres llegamos a ver a Camarón y a Manolo Escobar en la feria- y durante muchos años también fue el único momento del año en el que uno podía comer algodón de azúcar o hamburguesas porque aún no había cadenas de comida rápida y los restaurantes apenas las ofrecían", cuenta.

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Esta es mi tía Vanessa y asegura que realmente no estaba fumando.

Después llegaron McDonald's y las grandes superficies, la Warner, Port Aventura y los recreativos y la vida se convirtió en una feria. Una feria en la que divertirse y consumir compulsivamente no era cosa de una semana sino un objetivo vital, un estado permanente.

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Mis cuatro bisabuelos por parte de madre también eran feriantes. Los padres de mi abuela vendían turrón y dulces y los de mi abuelo eran un navajero albaceteño que vendía sus creaciones de feria en feria de mayo a octubre y una quincallera que cuando no estaba en el mercadillo arreglaba las sillas de anea del cine de Albacete. Con 14 años mi abuelo empezó por su cuenta en las ferias con una rata indiana. "Llevaba a la rata y una estructura de madera con casilleros y la gente apostaba a qué casilla iba a entrar el animal. Si acertabas te llevabas el dinero. Pero era él quién decidía dónde entraba la rata porque la guiaba por detrás con un palo untado en queso", me cuenta mi tío Jose. Y se ríe.

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El primer puesto de mis abuelos, de bisutería.

Mi abuelo y mi abuela se conocieron en la feria de Valdepeñas. Él tenía 24 y ella 19. A los tres años se casaron, se compraron una furgoneta Sava y se pusieron a recorrer España vendiendo primero bisutería y juguetes después. Empezaban la temporada en abril, en la feria de Sevilla, y terminaban en noviembre en la de Balaguer (Lleida). A medida que fueron naciendo mis cuatro tíos y mi madre fueron haciendo menos ferias y más mercadillos y romerías porque en verano podían llevarse a los niños con ellos, pero durante el curso escolar no.

"Era uno de los momentos más tristes. Jose contaba los días que quedaban para que volvieran nuestros padres desde que empezábamos el colegio hasta que volvían de Lleida, donde eran las últimas ferias de la temporada. Eran cincuenta y pico días y los contaba cada noche. Pero en verano vivir en la feria era como una fiesta eterna donde podías ser libre y aprendías a sobrevivir, a adaptarte, a perderte, a hablar con unos y otros y tener que volver a la caseta y a vender, claro. A mí me pusieron un puestecito aparte con una mesa de camping con diez años, vendiendo Blandi Blus", cuenta Arantxa, otra de mis tías.

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Mi madre dice que le quedaron secuelas de la feria: que le guste El Parrita y Los Chichos

Mi madre tiene una foto en la que aparece rodeada de enanos. Todos menos ella van vestidos de rosa. Son El Bombero Torero, un grupo de recortadores con acondroplasia a los que se encontraban en muchas ferias. En cada pueblo El Bombero Torero hacía un desfile para anunciar su llegada, igual que los zoos chicos. "La Tuta, la Tota y la Fátima, tres hermanas feriantas que eran amigas mías tenían hasta una boa y un mono que era muy listo", dice mi madre, y me asalta la cursilería y me los imagino a todos un poco como en el circo de Big Fish.

Se me acaba cuando se pone muy seria y me dice que de aquellos años le quedaron secuelas. Nos quedamos unos segundos en silencio y se explica entre risas. "Claro, el flamenquito ese que escucho y cantar en alto todo el rato. Los Chichos, Los Chunguitos, El Parrita, Los Calis, el Chiquetete, todo eso viene de la feria". Años después de separarse de mi padre, el primer novio de mi madre, Nacho, la agregó a Facebook. Se conocieron en la feria y llevaban desde los 15 sin verse, pero quedaron. Llevan cuatro años juntos y la foto de perfil de mi madre es desde entonces un montaje de fotos con él en el que se lee "Lady Halcón", que es el mote de Nacho -Halcón, lo de Lady lo ha añadido su amiga Mónica, que es quien le ha hecho el montaje, en referencia a mi madre-.

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Mi tía Vanessa con su amigo Jose en la puerta de la caseta de mis abuelos.

Mi tío dice que él también tiene secuelas. No le gustan demasiado los contratos indefinidos, se sacó la carrera estudiando por la noche porque se acostumbró al horario nocturno y no puede dormir sin ruido de fondo. "Imagínate, durmiendo desde niño en una caseta y con el de la Tómbola de fondo diciendo con él "una chochona, y otra chochona, si quiere la chochona, le damos la chochona", que eran unas de las muñecas que daban".

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Mi madre y mis tíos recorrieron España en su furgoneta Sava, que al final acabó desguazada, y cada vez que llegaban a un paraje natural, a una catedral o a un museo mi abuelo les contaba su historia. "Mi madre era muy sabia, pero mi padre era muy culto y parte de esa cultura la adquirió porque era nómada, porque iba de ciudad en ciudad y estuvo en contacto con otras culturas cuando no era tan común estarlo. Tenía amigos africanos, marroquíes, negros, gitanos… Siempre llevaba en la cartera una foto en la que aparecían él en el centro, a un lado un gitano y al otro un Guardia Civil.

Nosotros teníamos amigos chinos y negros cuando en nuestro pueblo nadie había visto uno. También sabíamos distinguir todos los acentos de España cuando la mayoría de la gente escuchaba a un andaluz o a un extremeño y decía que no les entendían", dice mi madre. "Yo creo que cuando no se sabía la historia de algún monumento mi padre se la inventaba", conjetura mi tía Arantxa. "Supongo que lo hacía un poco también para aliviar lo duras que eran a veces las condiciones. Era muy divertido, pero no tener una ducha caliente y tener que lavarte con una alcachofa portátil o hacer jornadas de hasta 20 horas de trabajo era jodido".

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Mis abuelos se conocieron en la feria de Valdepeñas, cuando él tenía 24 y ella 19.

Cuando les pregunto si, como yo cuando era pequeña, también ellos oían y sentían que ser feriante era sinónimo de ser un maleante me dicen que sí, que la de feriante siempre ha sido una profesión muy mal considerada y que con el auge del cine quinqui la gente empezó a asociarlos aun más con referencias como El Lute o El Vaquilla, con el lumpen. "Pero nosotros nos reíamos de eso", dice mi tío. "Durante unos años y hasta que llegaron los 90 éramos la clase media/alta de los feriantes y no íbamos mal. Además, en el pueblo la gente pensaba que éramos ricos porque teníamos un puesto lleno de juguetes y porque vestíamos diferente a ellos. Nos compraban la ropa en mercadillos de otros sitios y claro, allí que solo había dos tiendas iban todos igual. A mí para insultarme en el colegio me llamaban pijo".

Cuando era pequeña pensaba en mis abuelos como en el titiritero de la canción de Serrat, que me la ponía mi padre en el coche, seguramente más de una vez camino de una feria. Pensaba en mis abuelos, en mis tíos y en mi madre como en una raza que va de plaza en plaza, de feria en feria, siempre risueña, de aldea en aldea. Hoy sigo pensándolos igual, pero también como un reflejo de una España que fue y ya no es. Una España que cabía en la cartera de mi abuelo, en esa foto en la que aparece él, El Bisutero, feriante de segunda generación, hijo de una quincallera, con un gitano y un Guardia Civil. Sonríen, chato de vino en mano y seguramente después de recitar alguno de los poemas de su amigo Waldo, que también iba de feria en feria con el Teatro Chino de Manolita Chen.

Sigue a Ana Iris en @anairissimon.

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