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Cultură

Sueños de látex en la selva brasileña

Quería saber más sobre el poder especial del látex, así que fui hasta su fuente de origen -Japaratinga, Brasil.

Fotos de Matheus Chiaratti

La autora se prueba uno de los populares guantes de Fetisso en el almacén de la fábrica.

En algún momento de mediados de los años 60, cerca de la pequeña aldea suiza de Vordemwald, un niño llamado Willi Graber se encontraba jugando él solo en la granja de sus abuelos. Se aventuró en la cocina, donde le llamó la atención algo que vio en una cesta llena de ropa vieja: un par de guantes amarillos de látex. Se los puso. Le hicieron sentir algo extraño. Notando de inmediato su poder, salió fuera y cogió un puñado de estiércol de vaca. Era una curiosa sensación, la de estrujar mierda de vaca entre sus dedos sabiendo que no le podía rozar la piel. El joven Willi supo que con estos guantes podía salir indemne de todo tipo de acciones prohibidas. Tocó plantas venenosas y hormigas con aguijón, introdujo un brazo en el riachuelo y sacó sanguijuelas chupasangres. Emborrachado con su recién hallado poder, hasta llegó a insertar uno de sus dedos recubiertos de látex en el culo de un infortunado bovino. Fue absolutamente sensacional. Por supuesto, años más tarde empezó a masturbarse con los guantes puestos. Como a cualquier buen chico suizo, le habían enseñado que masturbarse era algo malo. Con los guantes, sin embargo, era diferente. Era correcto. Se sentía protegido. Los guantes se convirtieron en un talismán mágico que le escudaba del juicio de Dios. De forma lenta, extraña, se dio cuenta de que los guantes y otras piezas de vestuario fabricadas con otros materiales, como el cuero o el vinilo, no tenían el mismo encanto. El látex estaba hecho para él, y pronto resultó evidente que Willi había desarrollado un fetichismo. Con todo, poco podía saber él que, décadas más tarde, su culpa secreta jugaría en su favor cuando estableciera una lucrativa compañía de ropa fetichista de fantasía en una paradisíaca franja de la selva pluvial brasileña. En modo alguno era Willi la primera persona atrapada por el poder del látex, esa savia de color blanco lechoso que gotea de las hendiduras practicadas en los troncos de los árboles del caucho. Durante la Revolución Industrial, el caucho era un recurso natural tan importante como hoy lo es el petróleo. Y, como el petróleo, era motivo de exploración, explotación y violencia al servicio del imperio. Bajo la tiranía del rey Leopoldo, en el Estado Libre del Congo se cortaban las manos a los caucheros que no lograban alcanzar el mínimo exigido. Para sacar provecho de las vastas reservas de árboles de caucho en la Amazonia, los barones sudamericanos contrataban a los nativos en unas condiciones de vasallaje como seringueiros, obligando a los pobres desdichados a escalar altísimos árboles amazónicos para recoger la savia. En 1876, el explorador inglés Henry Wickham sacó de contrabando 70.000 semillas de árbol de caucho de la Amazonia brasileña: un increíble acto de piratería botánica y el inicio de las plantaciones del Imperio Británico en Asia. Años después, Henry Ford compró una extensión de la Amazonia tan grande como Delaware y Rhode Island juntas para cultivar árboles de caucho, contratando a miles de trabajadores brasileños para que llevaran Fordlandia, una fallida planta de procesamiento y zona suburbial al estilo Detroit en medio de la jungla amazónica.

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Un cuenco recoge las gotas de látex en una plantación en Pernambuco, Brasil. Un recolector había hecho las hendiduras en el tronco unos momentos antes; ese pringue rojo es un producto químico que acelera la curación de los árboles.

Karl Marx escribió en El capital que los capitalistas son, en esencia, fetichistas que veneran los poderes místicos que los trabajadores imparten a los bienes que crean (esto, a mí, me suena a Prada). Antes del látex, los fetichistas se las habían tenido que arreglar con lo que había disponible: pieles, seda y ceñidos corsés. Esto fue hasta 1823, cuando el químico escocés Charles Macintosh elaboró el tejido de caucho que sentaría las bases de las futuras fantasías BDSM. A pesar de ser olorosos y pegajosos y a veces derrretirse en los días de calor, sus abrigos Mackintosh se hicieron enormemente populares. Valerie Steele, autora de Fetish: Fashion, Sex & Power, señala la inglesa Mackintosh Society como una de las primeras organizaciones fetichistas de la edad moderna. Durante su investigación, Valerie halló una revista fetish de los años 20 llamada London Life; en ella se detallaba “la emoción de vestir un Maccy”. Hoy puedes comprar un elegante chubasquero Mackintosh de J.Crew por 800 dólares. Siendo Willi un adolescente salido, echó una mirada a un cubo de basuras y encontró una revista porno llena en su totalidad de fotos de mujeres vistiendo látex. Fue en ese momento cuando comprendió que no estaba solo; en este mundo había personas que compartían su obsesión por el material. Empezó a buscar más información sobre su particular querencia. Leyó libros como Fetishes and Rituals in Modern Industrial Societies para saber más sobre fetichismo, un término cuya etimología parte del portugués feitiço, palabra que se aplicaba a los objetos de los africanos veneraban y creían embrujados o poseídos por hadas. Para los fetichistas, la ropa eleva la condición de su material preferido: de simple materia prima a objeto de hipersexualizada veneración. Los fetiches y la identidad sexual son misterios personales y, por tanto, pese a que resulta fácil ver patrones de conducta similares, no hay una única trayectoria histórica. Tras la 2ª Guerra Mundial, los fetichistas se enamoraron de objetos de protección como las máscaras antigás. Algunos emplean el látex para sentirse seguros, peligrosos, o ambas cosas. Otros sencillamente adoran la sensación de poseer una segunda y constrictiva piel. En las décadas de los 40 y 50, la revista Bizarre publicaba ilustraciones y fotos de damas vestidas de látex en todo tipo de perversas situaciones. Llegados los 70, diseñadoras punk como Vivienne Westwood habían introducido el fetichismo en el mundo de la moda. La musa de Warhol Dianne Brill aparecía enfundada en látex con ribetes blancos y fue coronada por la revista People como “la primera ciudadana de la vida nocturna de Manhattan”. Una década más tarde, Vogue vistió a la escritora Candace Bushnell con prendas de caucho, a resultas de lo cual obtuvo tres citas, una propuesta de matrimonio y una reunión con un productor de televisión (su serie en HBO, Sexo en Nueva York, debutó dos años más tarde). Lady Gaga vistió de látex para conocer a la reina Elizabeth. Anne Hathaway dijo que nunca volvería a ser la misma tras lucir el traje de látex de Catwoman en El Caballero Oscuro: la leyenda renace, declarando a Allure: “El traje, pensamientos sobre mi traje… Me dominaron todo el año”.

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René ante su escritorio.

Willi continuó su viaje de autodescubrimiento a lo largo de los 70, buscándose a sí mismo en la India y San Francisco. Sus viajes le llevaron, finalmente, a Brasil, a la ciudad de Recife, donde buscó un hogar entre las plantaciones de caña de azúcar y las playas tropicales del árido nordeste del país. Allí encontró la clase de lugar que antes sólo había imaginado, una colina que dominaba el pequeño pueblo costero de Japaratinga, a la sombra de cocoteros, al lado mismo del mar. Había leído libros de filosofía en los que se hablaba de ideales utópicos e imaginaba una vida sencilla mirando el océano, rodeado de naturaleza, arte, amigos y familia. Compró la tierra y convenció a Franz Liechti, otro expatriado, de que se uniera a él. Entre los dos construyeron una comuna de cinco dormitorios y planearon cómo ganarse la vida lejos de la ciudad. Vieron escasas oportunidades económicas en los cocoteros y cañas de azícar de la empobrecida región, pero había allí otro recurso natural: el caucho.  La moda punk estaba en pleno auge y el fetiche de Willi no parecía ya algo tan extraño. Miró a su alrededor, a la jungla brasileña, y vio dinero creciendo en los árboles. Así nació Fetisso Latex. Hoy, la compañía fabrica 50 tipos diferentes de prendas fetichistas de látex y exporta sus productos a sex shops de Europa, Norteamérica, Japón y Australia. Fetisso tiene una base leal de seguidores y los productos que crea van desde las piezas más sencillas y económicas hasta las prendas de alta costura que más aprecian los aficionados. Si bien los fetichistas no son necesariamente la clientela de mentalidad más ecológica, hay que destacar que, en Brasil, los árboles de caucho proveen de valiosa sombra a la baja flora y fauna y eliminan de la atmósfera los perniciosos gases invernadero. Para la comunidad fetish, Fetisso representa un primer acceso de calidad para no iniciados al mundo del látex, pero para los habitantes de Japaratinga, la fábrica de Fetisso supone una oportunidad, una alternativa a las refinerías y los campos de caña de azúcar. El publo es un lugar bastante sencillo, donde los establecimientos más visibles son iglesias y un par de hostales y tiendas de comestibles. Yo creía que los evangelistas estarían de uñas por la presencia en la zona de un emporio creado por un expatriado retorcido, pero los residentes parecían en su mayoría satisfechos con Fetisso. Hace unos meses, un periódico local publicó un artículo que señalaba que la fábrica es la única de su clase en todo Brasil.

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Calzas altas recién moldeadas goteando látex.

La gran mayoría de clientes de Fetisso residen en Europa, pero las ventas en Estados Unidos están aumentando. La estrella porno Paris Kennedy descubrió Fetisso hace dos años, cuando se probó unos leggings en una convención fetish. Ahora es su prenda fetichista de látex favorita. Se los puede poner sin lubricación –algo, al parecer, raro en la ropa estilo “segunda piel”– y le quedan, bueno, como un guante. “Cuando usas látex todo está ceñido, apretado”, me dijo Paris. “Te sientes… algo más. Creo que por eso es tan popular entre las dominatrix, realmente te hace sentir poderosa”. Yo no me sentí así la primera vez que me probé una prenda de látex. Aunque me sorprendió lo fácil que fue ponérmela, me sentí como una salchicha comprimida en un pequeño envase. Pero soy una persona que fetichiza la moda. Tengo un par de plataformas Prada que me hacen sentir sexy y fuerte. También tengo una camisa de algodón blanco que me roza los muslos, prácticamente pidiendo a gritos que me la arranquen y la tiren a un lado. Así que puedo identificarme con lo que dice.

Unos moldes fuera de servicio.

Quise acercarme un poco más a ese poder especial del látex, de modo que lo seguí hasta su misma fuente. Japaratinga está en un remoto confín al noreste de Brasil, en un estado llamado Alagoas, al que no resulta fácil acceder. Para llegar fueron precisos tres aviones, cuatro horas en coche, un ferry y un breve encuentro con la policía militar. Durante el camino me crucé con carros de burros, montañas de cascarones de coco desecado, varias pequeñas aldeas de estuco, niños vendiendo mangos y ancianas que daban direcciones como “Vai embora sempre” (“Sigue adelante, siempre”). Eso hice, a través de ondulantes valles de verde, vibrante caña de azúcar. Unas horas de conducción después, el camino se allanaba bruscamente al aproximarse al oceáno, y yo tuve que girar en una curva cerrada. Subí con el coche por un camino empinado hasta llegar a un bosque, tan tupido y oscuro como un túnel de bambú construido justo encima de mi cabeza. Llegué a una gran portón de madera. Lo abrí lentamente y me acerqué a una casa. “¿Eh?”, llamé con voz suave al llegar al porche, que se perdía al borde de la selva. “¿Hola?” El jefe de ventas de Fetisso, Fritz, levantó la cabeza desde detrás de una mesa de picnic atestada de papeles. Parecía un surfero ya talludito: descalzo, espaldas anchas, bermudas grises largos y grises y una camiseta con la palabra “VIBRATIONS”. Me llevó por un camino bien cuidado entre la selva, bordeado por casas en los árboles y estatuas de diosas y dragones, hasta un búnker en el barranco de una colina. Un hombre descamisado y de barba crespa apareció en una de las formidables entradas al búnker. Era Willi. Parecía un poco sorprendido de verme; puede que Fetisso no reciba muchos visitantes. Fritz y él murmuraron entre sí en lo que parecía alemán, y después Willi me acompañó a mi alojamiento: una suite de suelo brillantes que bien podría haber sido la cueva del placer de la Serpiente Blanca. Techo y columnas estaban recubiertos con una capa de yeso que parecía crema de afeitar. En mi habitación había, además de una cama, dos hamacas. Una colgaba frente a una ventana panorámica que iba desde el suelo hasta el techo y se abría directamente a la selva y al fondo, un mar de color turquesa. Esa noche, justo antes de irme a la cama, vi un enorme gancho que salía de una de las columnas de mi habitación. Quizá el cuarto de huéspedes también servía de calabozo. Las imágenes de látex y látigos poco a poco se desvanecieron y me quedé dormida. Cuando abrí los ojos, justo antes del amanecer, el cielo era un arcoíris de oscuridad. Me di la vuelta y me di cuenta de que el gancho era inofensivo: un simple soporte para colgar hamacas.

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Fritz, en la parra en medio de la selva.

René Savoy, socio de Fetisso, fue el arquitecto de este lugar. Su obra maestra era la fábrica de ropa fetish, de unos 700 metros cuadrados. Desde fuera parecía una pequeña fortaleza de piedra, o un calabozo, y olía ligeramente a productos químicos. En su interior me recibió un hombre sin camisa, de baja estatura, melenilla y una panza redonda que le colgaba por encima de sus jeans recortados. René me llevó a su oficina. Sobre su escritorio había un pene de piedra que él usaba como pisapapeles. René hablaba a toda velocidad y su sonrisa exaltada era la de un científico loco. Me contó que estudiado anatomía durante años para garantizar que los productos de Fetisso se sintieran como una segunda piel. Por las noches, sueña con gente a la que ama vestida con las prendas que confecciona. Después se levanta, esboza los diseños y construye los moldes para el látex. A pesar de su aparente euforia, René no era un fanático del látex antes de asociarse a Fetisso. Sin embargo, adora el estilo de vida que le permite. “Esto nos mantiene jóvenes”, me dijo. “Somos un hatajo de locos. Me siento como si tuviera 15 años. Esa es aquí la clave: ser libre. Hago lo que quiero. Moriré algún día, de todas formas. Así que hoy haré látex”. En el taller de René, colgando de un estante en una esquina, había torsos grises de tamaño natural, con erecciones moldeadas. Un brazo de aspecto intranquilizador, anatómicamente perfecto, colgaba del techo. René suele construir moldes de madera y barro, pero para “las partes íntimas, como el pene, un pie, una mano, pechos o traseros”, hace a mano moldes de fibra de vidrio que luego sumerge en látex líquido. Los condones se fabrican con la misma técnica, pero los moldes de René hacen que las prendas de Fetisso sean más artesanales que industriales; aunque sean de tops de caucho con agujeros para los pezones, shorts con funda para el pene y unas máscaras que podría utilizar un verdugo. Un brasileño corpulento, Tecio “Junior” Machado da Silva, estaba inclinado sobre la mesa de trabajo mientras cubría con yeso el molde de un muslo de hombre extra grande. Fetisso está organizado como una especie de cooperativa, y Junior es un socio que participa en las reuniones de negocio y recibe parte de las ganancias al final del año. Lleva 14 años en Fetisso. Su esposa Mónica también trabaja allí. Más tarde conocí a Jose Nissinho Edmilson, el director general de la fábrica. Jose me guió por el resto del proceso de producción. Empezamos en la sala de inmersión, una habitación con baldosas donde moldes con forma de patas de caballo cuelgan sobre un tanque lleno de látex líquido (estos guantes, moldeados como pezuñas en lugar de manos, satisfacen la demanda de aquellos a los que les gusta que los monten, al estilo ecuestre). Pasé mi dedo por debajo de una pezuña. Sentí el látex como una mezcla entre pintura espesa y caucho. Nissinho me dijo que sumergir era uno de los mejores trabajos en la fábrica, a pesar del olor a amoniaco. Acorde con la naturaleza equitativa de la compañía, todos los trabajadores se rotaban y nadie trabajaba en esa cámara todos los días.

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Reforzando los recovecos importantes de unos shorts con un pulverizador.

Después pasamos a la cámara de refuerzo. Ahí, un hombre con una pistola de aire rociaba látex líquido para reforzar los bordes y entrepiernas de los shorts con funda para la erección. Una vez secos, otro trabajador los volteaba sobre un recipiento lleno de polvo blanco, para despegarlos de los moldes. Una vez hecho esto, los calientan en un horno y después los enjuagan con productos químicos químicos para que puedan vestirse sin necesidad de lubricarse. Todas las mujeres de Fetisso trabajan, al parecer, en el piso de arriba, en el departamento de acabados, un sala aireada fresco con un póster en la pared señalando los cumpleaños de cada empleado. Las mujeres reían y charlaban mientras trabajaban recortando bragas y calzones de látex y abrillantando la copa interior con esprays de silicona. Monica Maria, la esposa de Junior, ensamblaba los embalajes de los productos de Fetisso. La caja que sostenía cuando yo entré mostraba a una mujer desnuda con un brazo enguantado cruzado delante de los pechos. Le pregunté a Monica si alguna vez se había puesto alguna de las prendas que ayuda a hacer. Me dijo que tenía unos shorts y un tanga, que se ponía de vez en cuando. Le pregunté si le hacían sentir más poderosa, como si tuviera el control. “La verdad es que no”, respondió. Nissinho me dijo que una vez se puso una de las camisas, durante los Carnavales, pero daba mucho calor. Le pregunté cuál era su parte favorita en este trabajo. “Cuando me pagan”, dijo. Parece que no todo el mundo comparte el entusiasmo por el látex de Willi y Fritz.

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Willi tumbado tan ricamente a la bartola (la pizarra es para dar clases de matemáticas y alemán a los hijos de los trabajadores)

En una sección de El capital titulada "El fetichismo de la mercancía", Marx escribió sobre la madera siendo convertida en mesas: “Se transforma en algo trascendente… Se sostiene sobre su cabeza y de su cerebro de madera surgen grotescas ideas, mucho más fabulosas de lo que nunca fue su conversión en mesa”. Yo estaba casi segura de que los trabajadores de Fetisso no embrujaban sus productos a propósito, pero tal vez algo místico sucedía durante el proceso alquímico del caucho al transformarse en ropa fetichista. Al día siguiente fui a visitar una plantación de caucho. Un seringueiro, encargado de recolectar el látex del mismo modo en que se ha hecho durante siglos, me dejó su cuchillo y me enseñó cómo se hacían las muescas en los árboles. Ver la savia lechosa deslizándose por el crudo, desnudo tronco, hizo que por alguna razón me sintiera conectada de forma natural con el poder sexual. Esto es algo que en Fetisso es posible que se dieran cuenta tiempo atrás. Willi ha empleado su antiguo secreto para construir la vida de sus sueños. Se ha jubilado a los 54 años, rodeado de amigos y de los objetos de su deseo sexual, por no mencionar la playa brasileña y las aireadas casas en los árboles. Ni qué decir tiene que yo sigo buscando mi propia versión del látex; algo que me colme y excite de un modo similar.

Las herramientas de diseño de René y un catálogo de Fetisson (¡Mirad cómo brillan esos calcetines!)

Unas semanas más tarde, de regreso en Nueva York, me encontré caminando hacia Gothic Renaissance, una tienda de fantasía cerca de Union Square. La bien iluminada boutique estaba repleta de corsés de neón, cuero con remaches y una plétora de zapatos de plataforma. “Estoy interesada en el látex”, le dije a la voluptuosa rubia que atendía detrás del mostrador. Alzó las cejas.
“¿Qué es exactamente lo que buscas?” Parecía una pregunta con trampa, pero me explicó que mucha gente que preguntaba por el látex buscaba, en realidad, vinilo, un material de imitación menos caro que el látex y, por lo visto, más fácil de vender. Le respondí que buscaba verdadero látex. El material auténtico. “Parece que sabes lo que buscas”, dijo ella. “Es más grueso, brillante, más sexual que el vinilo. Dijo que requería tiempo que se amoldara al cuerpo, “pero una vez lo ha hecho, vale muuucho más la pena”. Colgando de unos percheros detrás de la caja registradora estaban las pequeñas cajas negras de Fetisso: guantes para hombres y mujeres, un vestido asimétrico, unas calzas, un top. Le pregunté qué producto era el más popular. “Los guantes”, respondió. “A la gente le encantan los guantes”.