Fila eterna, shots, follada y mucho techno: mi primera vez en Berghain
Ilustración: Laura Velasco

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Música

Fila eterna, shots, follada y mucho techno: mi primera vez en Berghain

Una crónica sobre la ansiedad en la fila, el afán en la requisa, el frenesí en el baile y la libertad en la pista del club techno más famoso del mundo.

La fila de gente se extiende por varias cuadras. El reloj marca la 1:20 de la mañana y acabamos de ocupar el último lugar de la cola. Llegamos a Berghain, luego de caminar por unos terrenos destapados repletos de charcos. En uno de los pasos, los dealers acomodaron un tablón para ayudar a las personas con el pozo de lodo. Nos tambaleamos sobre la madera y nos ofrecen varias drogas. Las enumeran muy rápido y las palabras parecen quedar colgadas en la noche, como neones que provienen de distintas voces : "MDMA, Ketamin, LSD, Ecstasy, Cocaine…" Los vendedores de drogas son numerosos. La mayoría son originarios de países africanos o árabes, y no dudan en perseguirte si muestras algún interés. Pregunto cuánto cuesta el gramo de MDMA, y un hombre de Ghana, contesta:

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50 euros.

El hombre vestido con camiseta, tenis y gorra blanca, y unas manillas con los colores de la bandera africana, camina con nosotros hasta la fila.

¿Cuánto me da? – insiste.
Gracias –le contesto y añado-: solo tenía curiosidad por saber el precio.
Deme 40 euros – dice rebajando el precio en un segundo.
La plata que tenemos es para las entradas y beber algo- le respondo explicándole así mis limitadas finanzas.

Delante de nosotros, en la fila, una pareja de hombres italianos escucha la fallida transacción. Uno de ellos interviene mostrándose interesado por el producto. El ghanés reacciona y le cobra los 50 euros iniciales, pero el italiano dice que solo tiene 30. El africano acepta y los italianos reciben una bolsita transparente con un polvo blanco/gris brillante.

Ilustración: Laura Velasco

Mientras la fila avanza compramos una botellita de vodka Gorbachov y una botella de Club Mate, en una caseta blanca que está al costado de la hilera de gente. Mezclamos el vodka con la gaseosa de mate. Bebemos un buen sorbo de este coctel callejero, el cual es popular en Berlín por lo barato y efectivo. Aprovecho y le pregunto al que atiende en la caseta cuánto vale la entrada a Berghain. "Usualmente cobran 16 euros por persona", me dice. Regresamos a nuestro puesto, cuya plaza ha sido custodiada por la pareja de italianos. Estoy con mi novia avanzando en la cola, siguiendo las recomendaciones de algunos amigos y algunos blogs en internet. "Mejor ir en pareja, máximo tres personas. A los grupos, por lo general no los dejan entrar. Sobre todo si son solo hombres". Y recuerdo a un amigo chileno que el fin de semana pasado lo rechazaron por ir con un parche de varios varones. Otras personas se refirieron al famoso dress code: "De negro, mejor. Pantalón, camiseta y chaqueta negra". Pero veo en la fila que a varias personas vestidas así no les han permitido entrar. Otros nos recomendaron: "no vayan a hablar en español cerca de la puerta, si pueden hablar en alemán, mejor", pero no hablamos alemán, así que lo haremos en inglés o no hablaremos de ninguna forma. Son las 2:05 de la mañana y varias personas han intentado colarse a la fila. Nos convertimos en cómplices de los italianos y entre los cuatro conformamos una barrera efectiva que no permite a ningún colado atravesar nuestra resistencia. Algunos se van hacia atrás y hacen la fila en la que ya llevamos 45 minutos. Otros logran colarse justo detrás de nosotros. Hay un hombre que llega corriendo y grita: ¡Berghain!, y se estrella contra uno de los taxis que esperan cerca de la línea de gente. Reímos y el hombre se levanta como si no hubiese sentido el golpe. Grita de nuevo: ¡Berghain!, y corre extasiado hacia el fondo de la fila. Los italianos nos preguntan de dónde somos. "De Colombia", contestamos. "¡Ah, Pablo Escobar!", dice uno de ellos con una sonrisa cómplice. "Claro, Il Padrone", le contestó y los italianos se carcajean como si fuera el mejor de los chistes. Detrás de nosotros un grupo de jóvenes norteamericanos bailan y gritan porque la música del club ya se escucha en la fila. Estamos cerca de la puerta y entramos en el zigzag de bardas metálicas que organizan al tumulto de gente. Veo al staff de seguridad evaluándonos a todos los que estamos en esa zona. Veo cómo les dicen a los del principio que no pueden entrar y los invitan a que salgan de la fila y se vayan de allí. Una pareja de hombres, vestidos de blanco, son invitados a entrar. Una pareja de mujeres con pelo muy largo y apariencia gótica son invitadas a entrar. Un grupo de hombres y mujeres -seis personas- son rechazados. Uno de ellos no se aguanta la humillación y la emprende a gritos contra el personal de seguridad. Sus amigos lo arrastran y el joven grita: "fuck you Berghain, fuck you!!!". Observo con atención, pero esta noche de sábado no se encuentra el famoso portero del Berghain: Sven Marquardt. Un hombre de 55 años, barba blanca, pelo largo, gafas oscuras, piercing y tatuajes, quien se ha convertido en una celebridad no solo por tener el poder de decidir quién entra y quién no, sino por su trabajo como fotógrafo de la cultura underground berlinesa, oficio que lo ha llevado a exponer sus imágenes en distintas ciudades de Europa. Esta noche no está. Lo reemplaza un hombre joven, rubio, alto, muy serio, con corte militar y gafas de aumento, quien a pesar de no tener tatuajes ni arandelas en su rostro, luce impenetrable. Las 2:50 de la mañana, estamos detrás de los italianos y de un grupo de tres mujeres y un mono de pelo largo que viste con una falda negra hasta las rodillas. "A ellos fijo los dejan entrar" me dice al oído mi novia. Estoy de acuerdo, pero para nuestra sorpresa son rechazados. El rubio de falda larga y sus tres acompañantes se retiran en silencio. Siguen los italianos y después vamos nosotros. Pienso que si les permiten la entrada a ellos, nos la negarán a nosotros. Pienso entonces que si eso pasa qué noche de mierda, porque qué putas es eso de hacer fila por más de una hora y media para ser expulsados, tienen huevo, qué se creen, y mi paranoia se solidariza con el hombre que no paró de insultarlos hasta que su voz fue apagada por la distancia. Los italianos son aceptados dentro del club. Estamos a la cabeza de la larga fila. El rubio de corte militar nos mira a los ojos. Nos ausculta. Su examen visual es certero y prolongado. Quiero dejar de mirarlo, pero no lo hago. Mi novia también lo observa.

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Ilustración: Laura Velasco

¿Vienen solo ustedes dos? – nos pregunta en inglés.
Sí, solo los dos- le respondo con mi acento latino.
Esperen ahí- y mira hacia adentro. Luego, levantando su mano derecha, dice:- pueden pasar.

La agonía desaparece, la paranoia se esfuma, el odio se transforma en amor. "Bienvenidos", nos dice el alto soldado alemán con gafas transparentes. Antes de pagar el cover viene la requisa. A mí me la hace un hombre moreno de afro escandaloso. Me toca sin afanes y sin discriminación por todo mi cuerpo. Luego me pide el celular y cubre la cámara frontal y posterior del teléfono con dos stickers redondos y anaranjados. Me permite entrar. A mi novia la requisa una mujer alta de pelo corto teñido de rojo. La mujer le hace abrir el bolso, sacar todo lo que lleva, le hace quitar el gabán negro y lo revisa bolsillo a bolsillo. Cubre su celular con los puntos rojos. La deja entrar. Llegamos a la recepción donde un hombre calvo con el rostro lleno de tatuajes me pide el dinero de la entrada. Pongo sobre la mesa un billete de veinte euros, otro de diez y dos monedas. El calvo sonríe y pone a bailar con sus dedos las monedas en frente mío. Nos pide que estiremos las manos y estampa en nuestras muñecas uno de los sellos característicos del Berghain: NO PHONES ON OUR DANCEFLOORS!! Nos abrazamos. Nos besamos. Entramos a Berghain, el corazón de las tinieblas del techno berlinés. Hay un amplio e iluminado guardarropa en donde por un euro con cincuenta puedes dejar el bolso, el abrigo y toda la ropa que no quieras llevar a la pista de baile. Después, una puerta que lleva al piso cero, una amplia sala dentro de la antigua compañía eléctrica de Berlín, que ahora sirve de escenografía del club de techno más famoso del mundo. En ese piso cero hay una barra larga iluminada por luces rojas. Al frente: mesas y sillas altas donde las personas beben cerveza. Ese primer bar de luces rojas tiene unas escaleras laterales que llevan a unas discretas terrazas en donde hay personas que buscan un poco más de privacidad. Allí hay salas emplazadas en los muros, en las que puedes charlar y retozar a tu antojo. Nos sentamos con mi novia a digerir la larga fila, la tensión previa, la alegría de estar adentro. "Vamos a bailar", me dice y me da un beso. En los otros asientos hay grupos de personas charlando y bebiendo algo. En la mitad de esa sala/balcón hay una cama elástica negra –en donde todos los demás pueden verte- de la que penden cadenas plateadas para agarrarte a ellas en caso de emergencia.

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Al salir del bar de luces rojas unas amplias escaleras de hierro oxidado se levantan varios metros sobre las cabezas. La gente sube, baja, sube y baja, como queriendo estar en los dos pisos a la vez. La mayoría viste de negro o de blanco. Pantalones de cuero, camisetas apretadas y gargantillas de plata hacen juego con las cabelleras rojas, verdes, amarillas y negras. Al subir los peldaños sientes la música ampliarse en el espacio, arrasar con su fuerza cualquier pensamiento; sientes los beats atravesar tu pecho, rebotar en tu espalda, saltar en tu clavícula, deshacerse en incontables ondas de sonido dentro de tus tripas. Te encuentras en una galería oscura de techos altísimos, en la que cientos de cuerpos se mueven abstraídos de cualquier otra realidad. Dos hombres sin camisa bailan, se abrazan, se besan con sus lenguas. Dos mujeres se aproximan, bailan, se besan con sus labios. Un hombre y una mujer se tocan la cara, se husmean, se funden en algo que parece derramarse de sus rostros y unirse a la vibración de los cuerpos en movimiento. Todos somos aquí una misma sustancia, un oleaje eléctrico sintonizado por la música. Cierro los ojos y me dejo llevar. Una medusa fluorescente nada en el pozo de mis pupilas. Abro los ojos. Mi novia tiene sus brazos arriba y una sonrisa hermosa bajo sus párpados cerrados. La medusa flota con gracia sobre nuestras cabezas. Detrás de los decks está Nihad Tule, el productor y DJ bosnio, pero radicado en Suecia, director del sello SLOBODA, quien toca un techno sumergido en aguas profundas, el cual va acelerándose con los strober que crean relámpagos en el room, arrancando gritos de placer al mar electrificado, vertiendo sobre la pista de baile un aguacero infinito con sonidos beligerantes. Cierro los ojos y el invertebrado luminoso se sumerge en las aguas alrededor. Hay asiáticos, europeos, africanos y sudamericanos chapaleando junto a mí. Una centena de nacionalidades fundidas en el mismo acto de bailar y desaparecer.

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Ilustración: Laura Velasco

Esta galería oscura e inmensa es la pista de baile de Berghain. A lado y lado del enorme dance floor hay escaleras oxidadas que conducen a unos balcones en los que hay gente fumando y bailando. Algunas de esas personas se mueven como si tuvieran una planta de energía nuclear adentro. Paso por su lado y una de ellas me golpea con sus cabellos frenéticos. Tenemos sed y vamos a buscar una cerveza. Detrás de los balcones hay un bar donde la cerveza de 0,33 litros vale 3, 50 y un shot de whisky vale 4 euros. Calmamos nuestra sed y vamos a los baños que quedan junto al bar. Los dos baños son compartidos por bigéneros, andróginos, Drag-queens, genderqueers, mujeres, hombres, etc. Las paredes de los baños son negras, el piso es negro, las puertas de los inodoros son negras. Hay una larga fila junto a los retretes. Muchos de los que esperan no están solos. A su lado va alguien que los abraza, los besa y los acaricia con urgencia. Eso explica la larga fila y la larga espera. No hay espejos en los baños de paredes oscuras. Ni uno solo en todos los baños del club. En el lugar donde debería haber espejos, frente a los lavabos, solo hay pintura negra. No hay espacio para la vanidad, no hay lugar para recobrar la identidad con las imágenes dentro del cristal, aquí todos somos una misma sustancia, un oleaje eléctrico sintonizado por la música. Al caminar por este segundo piso llegas al Panorama Bar. Un room mucho más pequeño que la galería oscura de Berghain, con una pista iluminada por luces amarillas, fucsias y escarlatas. La fiesta –más extrovertida y alegre- es auspiciada por el house, del exquisito selector Kornél Kovács, DJ y productor sueco que junto con Axel Boman y Petter Nordkvist comandan el prolífico sello Studio Barnhus. Kovács sonríe bajo las luces cálidas y los ravers lo imitamos mientras nos movemos frente a él. Bailamos un rato y continuamos la exploración de la antigua central eléctrica de Berlín. El edificio es descomunal, lleno de pasillos y escaleras subrepticias que llevan a cuartos oscuros y salas privadas donde la gente goza de sus propios cuerpos. Torsos desnudos, enterizos de mallas, siluetas recortando las penumbras con erotismo y locura. Arriba del Panorama Bar, tras subir unas estrechas escaleras de hierro, hay una barra en donde venden sándwiches, manzanas y bananos para aquellos que quieran alimentarse en medio de la rumba. No tenemos hambre, bajamos de nuevo y decidimos refugiarnos en un cuarto oscuro. A tientas encontramos un sofá desocupado, nos sentamos, nos besamos, nos tocamos. Desabotono mi pantalón, ella se sube la falda de cuero y se acomoda encima mío. Al lado, muy cerca, otros cuerpos intercambian placer. Escucho resoplidos, maldiciones en inglés y alemán. Ella acelera el ritmo, yo sonrío en la oscuridad, le jalo los cabellos rubios, la beso con lujuria. Ella me aprieta la mandíbula con sus dedos y me golpea con su mano abierta en la mejilla al momento de terminar.

Ilustración: Laura Velasco

Un ataque incontrolable de risa nos saca del cuarto oscuro. Volvemos a los pasillos donde los largos y rectangulares ventanales del edificio se mantienen completamente sellados, para crear la ilusión de una noche eterna, esa con la que hemos soñado –tantas veces- los fiesteros que deseamos que jamás amanezca para perpetuar los licenciosos ritos nocturnos. Pero en estos pasadizos de la antigua fábrica eléctrica de Berlín hay que andarse con cuidado, porque en algún vestíbulo algún fragmento de ventana no cubierto, deja filtrar la luz del mundo y entonces como si fuéramos vampiros, mi novia y yo, huimos hacia la bella oscuridad de los pisos inferiores, hacia las aguas profundas del Berghain.

En el averno industrial de las medusas eléctricas, la gente sigue moviéndose como si no hubiese mañana. Al frente de la ceremonia se encuentra Blind observatory, el misterioso artista berlinés aficionado a la ciencia ficción y capaz de crear escenas nocturnas y futuristas hechas de techno y electro. El corazón de las tinieblas se llena de resquicios, por los que las luces de millones de estrellas se proyectan en el vacío. La nave en la que viajamos se bifurca en innumerables cabinas privadas. En mi estancia particular, la aeronave regresa a la Tierra tras un prolongado y placentero viaje. Atraviesa la atmósfera, rompe varias capas de nubes y sobrevuela los techos de Berghain donde Blind observatory multiplica el tiempo y el espacio con su música. Mi novia sonríe cuando abro los ojos, me toma de la mano y me conduce por las amplias escaleras hacia el piso cero. Vamos por el pasillo de salida y el hombre rubio, con corte militar y semblante infranqueable, es un boceto recortado por la luz surreal de una mañana que ya se convierte en tarde. O quizás se trate de la luz irreal de una tarde que ya se convierte en noche. En todo caso, esa noche: la anhelada y eterna en Berghain.