FOTOS | El viaje africano detrás de las máscaras del Carnaval de Barranquilla
Foto: Reojo Colectivo | VICE Colombia

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FOTOS | El viaje africano detrás de las máscaras del Carnaval de Barranquilla

Aquí les contamos (y les mostramos) de dónde nacieron, cómo se popularizaron y dónde, después de varios siglos de historia, se siguen fabricando año tras año.

Todas las fotos son de Reojo Colectivo.

En los años 1.600, cuando el tirano mandó, las calles de Cartagena, a las que Joe Arroyo cantó, narraron, en palenques y asentamientos urbanos libertos, la historia de su esclavitud.

Entre bailes furtivos, mapalé y percusión, desahogaron la pena. Su cuerpo fue el mejor grito de rebelión y sus movimientos elásticos, exóticos, su firme resistencia. También lo fueron las máscaras, esa posibilidad, eso que no eran. El camuflaje de su espíritu negro reprimido por caprichos blancos. De la Cartagena colonial salieron esas figuras zoomorfas, con sus dueños, en el siglo XIX. Se asentaron en la pujante Barranquilla, puerto en crecimiento, y se fusionaron con las danzas ribereñas del Magdalena, los ritos extintos, las memorias indígenas.

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La historia de la resistencia africana se coló así en el mar de danzantes entusiastas que crearon, de la nada y sin saberlo, el carnaval más jocoso del mundo, lleno de reminiscencias y memorias que hoy, luego de quince años de haber sido declarado Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad, sigue naciendo al martillar de la madera, cuando una máscara sale al mundo a declarar libertad. Lo hacen desde Galapa, municipio anexo a Barranquilla, a treinta minutos de distancia, que vio crecer la práctica artesanal y el tallado de la madera como el mejor modo de ganarse un lugar en ese carnaval de todos. Hecho a mano, el ADN galapero es fácilmente reconocible en apellidos como Pertuz, De la Hoz y Padilla, esos que han labrado la fama de su pueblo con cincel y pintura. Sus figuras, mucho más naif, más coloridas que las originales africanas, son hechas con roble, pero también con papel maché, para ir a terminar en la cabeza de cualquier danzante o colgada en medio de una sala cualquiera, en cualquier parte del mundo.

Del arte de la paciencia para forjar, pulir y pintar saben bien en el ‘Congo Real’, el taller que Luis Pertuz creó como empresa familiar y que, ahora, en temporada alta por carnaval, debe recurrir a la contratación de nuevos trabajadores para poder cumplir con pedidos que vienen de todos lados.

Allí, Armando Enrique Pertuz Mendoza es el "cobador", el que termina de volver curvo lo recto y afina la delicadeza para convertir una estaca filosa en un cacho curvilíneo. En ese lugar, Luisa Cantillo es, desde hace cuatro meses, la encargada de volver suave lo áspero por medio de una lija. Allí también Gregorio de Moya pinta lunares negros en la cara amarilla del tigre o le pone líneas rojas y verdes a un chivo. Y allí, por supuesto, Mabel Sotero, empaca esa selva africana en papeles protectores y cajas rotuladas antes de hacerlos viajar a alguna pared cualquiera, colgada en medio de una sala cualquiera, en cualquier parte del mundo.

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Como en el salón Populab, de Barranquilla, abierto esta temporada festiva por el colectivo TodoMono para exhibir cincuenta máscaras de diferentes estilos y técnicas, suficientes para que la evolución de estas piezas escultóricas se aprecie por propios y visitantes de un carnaval que se goza, pero que poco a poco se olvida de lo importante.

Un carnaval que prefiere colgar máscaras en paredes antes que en el rostro, olvidando su resistencia.

Cuatro historias. Cuatro prototipos de diseño. Las máscaras superiores tienen la firma de Luis Carlos Asís, el único sobreviviente de la generación de artesanos de Barranquilla. La anatomía de sus piezas es herencia de la estética que aprendió en el popular barrio Rebolo, el primer asentamiento artesanal de la ciudad. Sus formas, las más antiguas que conozca el Carnaval, datan de 1878, y según el curador Aser Vega, su geometría se ha mantenido fiel, así como las ojeras demarcadas y la estrecha gama de colores planos que las pintan. Abajo, dos máscaras del taller de Luis Pertuz, de Galapa, mucho más figurativas y libres en cuanto a lo cromático. | Foto: Reojo Colectivo | VICE Colombia

Cuatro rostros del taller Congo Real, de Luis Pertuz: Armando Enrique Pertuz Mendoza, el cobador, término que viene de 'cóbado', articulación de los miembros superiores. Es él quien termina de afinar las formas curvas y lisas de cada máscara. Al lado, Luisa Cantillo, de 21 años, la encargada de la sesión de lijado hace 4 meses. Abajo, Gregorio de Moya, 29 años, el experto en diseño de pintura. Junto a él, Mabel Sotero, quien tiene "un mes trabajando en eso". Se refiere al empaque de las piezas. Tiene 22 años. Foto: Reojo Colectivo | VICE Colombia

Las fachadas sencillas de las casas galaperas resguardan talleres enteros y cientos de horas de martilleo incesante. En temporada alta, dos meses antes del Carnaval, la mano de obra aumenta. La demanda no da tregua para cumplir los pedidos. Pese a que los grupos de congo, los principales portadores de máscaras del Carnaval, no llevan ya las pesadas figuras de antes y sus pedidos escasean, la función decorativa de las piezas está en auge. Foto: Reojo Colectivo | VICE Colombia

Aquí no hay máquina que valga. Las manos son el instrumento esencial en la fabricación de máscaras, que puede tomar hasta 3 días completos de trabajo en una única pieza, dependiendo de su tamaño. Aerógrafo, pincel y cincel, trapos y lijas: todo es necesario. Foto: Reojo Colectivo | VICE Colombia. Foto: Reojo Colectivo | VICE Colombia

Paso a paso. La elaboración de máscaras talladas en madera supone todo un ritual de paciencia y detalle. Hay que elegir la madera correcta, con la medida precisa. Hay que cincelar hasta dar, con un molde imaginario en la cabeza, la figura exacta. Hay que lijar y pulir hasta perfeccionar. Y hay que sellar y pintar hasta lograr la máxima belleza. Foto: Reojo Colectivo | VICE Colombia

Reojo Colectivo es un colectivo conformado por cuatro fotógrafos colombianos: Charlie Cordero, Santiago Mesa, Andrés Buitrago y Andrés Cardona. Estos fotógrafos están enfocados en el uso de la fotografía documental como herramienta para contar historias.