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Television

Objetivo Eurovisión: el mejor tongo televisivo del año

El programa casi acaba en una batalla campal en pleno directo.

Arriba: Manel Navarro

Los milagros existen: después de una hora y cuarto de televisión zafia, surrealista y mal hecha, después de una gala musical anodina con canciones que no hubiera tenido opciones de victoria ni en el Festival de Benidorm, Objetivo Eurovisión pasó a convertirse en el gran momento catódico de lo que llevamos de año. El turno de las votaciones para elegir representante el próximo 13 de mayo en Kiev lo cambió todo: de repente, aquella noche gris y kitsch, con gente tapando el plano de cámara cada dos por tres o numeritos dantescos como ese homenaje a La La Land con Roko y Edu Soto, se transformó en descontrol, caos, hooliganismo, histeria, intimidaciones, nervios y ánimos caldeados. Aún nos preguntamos cómo se pasó de una versión low cost de 'Tu cara me suena' dirigida y realizada por estudiantes en prácticas a una versión eurovisiva de 'Callejeros'. Shit happens.

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Desde aquellas ceremonias de premios de la revista The Source en pleno clima de confrontación entre costas y clanes, donde el beef estaba a la orden del día, no veíamos nada igual. Eurofans enfurecidos amedrentando al vencedor e increpando al jurado como si estuvieran asistiendo a un Aris-PAOK de 1987. Jaime Cantizano, presentador accidental de la gala –pocas veces hemos visto a alguien a quien le resbalara más el certamen que a él–, totalmente superado por las circunstancias y a punto de pedir protección policial para salir de ahí. Un miembro del jurado, Xavi Martínez, agredido al término del programa por un personaje del que todavía no ha trascendido la identidad pero supuestamente vinculado a una de las canciones derrotadas.

Un ganador, Manel Navarro, en teoría el pobre diablo que tendrá que defender la candidatura española si no toma las de Villadiego antes que todo esto acabe con su carrera, que no tuvo mejor idea que hacerle un corte de mangas a los ultras que gritaban "tongo, tongo" ante la mirada estupefacta de Cantizano y compañía. Los compañeros de banda del vencedor, al que por cierto alguien le había usurpado la guitarra, quién sabe si a modo de amenaza, celebrando la victoria con rabia para caldear aún más el ambiente, como cuando Drazen Petrovic levantaba el puño dirigiéndose a las gradas rivales cada vez que encestaba un triple.

Por no hablar de Mirela, eterna candidata a participar en Eurovisión a la que el programa decidió darle donde más duele: poniéndole la miel en los labios para dejarla fuera una vez más de la forma más cruel posible. Con premeditación, alevosía y una mala leche anonadante. Pensemos en los equipos o deportistas más desafortunados y malditos de la historia y entenderemos el papelón de esta chica. Juro que ni Aaron Sorkin en su momento de mayor plenitud creativa hubiera sido capaz de idear esta locura. Hasta en Corea del Norte hubieran disimulado más el timo.

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Todos nos acordamos de aquella noche en la que John Cobra casi le provoca un ictus a Anne Igartiburu. Pero lo del sábado fue mejor, creedme. Porque no fue la salida de tono puntual de un chalado al que no puedes atar en corto, sino que fue la pérdida de papeles de los propios responsables del programa. El enemigo en casa. Bah: una jodida obra maestra, los veinte minutos de tele más desternillantes, caóticos, vergonzantes y maravillosos que hemos visto en tiempo. Un homenaje en toda regla a la cultura del pelotazo. Y en vivo y en directo, ante los ojos atónitos de los espectadores, que asistían alucinados a una de las chapuzas más escandalosas que se recuerdan. Es que ya no es que aquello fuera un tongo de libro, que tal y como se puso la noche parece indiscutible que lo fue, sino que lo estaban poniendo en práctica en los morros de los protagonistas. En su puta cara, vamos.

Intento imaginar al guionista: "para que no cante mucho que tenemos al jurado de nuestra parte ya de entrada, cuadramos un empate final gracias al voto del público, y entonces que decida el jurado otra vez". Y bueno, así fue. Tal cual. Cuando lo normal es que ante un empate técnico prevalezca la opinión del público, que a fin de cuentas es el que se gasta la pasta votando, y así fue en 2014, aquí entendieron más justo que decidiera Xavi Martínez, locutor estrella de Los40, emisora que ya se había pronunciado a favor de la candidatura de Navarro incluso antes de que su locutor fuera seleccionado como miembro del jurado. La culpa no es de Martínez, que además fue muy coherente con su criterio desde el inicio, sino de quien decidió que debía estar en esa mesa y tener esa responsabilidad.

Esto es como perpetrar un atraco a cara descubierta y con el DNI entre los dientes. Y que encima te lleves al banco a una unidad policial cogida de la manita: si tenías la ligera sospecha que el resultado final podría ser discutido y polémico, ¿por qué diablos te complicas la vida invitando a la facción más hardcore y encendida de los eurofans? Bastaba colocar a treinta figurantes sin vínculo personal con los participantes y sin implicación directa con el concurso, darles esas banderitas españolas y esas bengalitas y que hicieran un poco de bulto y algo de ruido. Pero en una maniobra absolutamente gloriosa, por incomprensible y contraproducente, el programa se trajo a los Ultra Sur de la materia, personajes entregados a la causa que ya venían con la mosca tras la oreja dispuestos a liarla si se producía el menor atisbo de escándalo.

Seguramente si eres fanático de Eurovisión el sábado te sentiste ultrajado, abochornado e indignado. Y con razón: la sombra del amaño sobrevuela un proceso de selección y votación que apesta a chamusquina. Si no eres eurofan también estás en tu derecho de patalear: que se utilicen nuestros impuestos para tangar al personal, elegir representante en función de intereses industriales y patrocinar galas infumables queda feo.

Pero televisivamente, que es de lo que trata esta crónica, el tongazo del final salvó la noche y dio un vuelco de 180 grados al balance general de la gala: todos los defectos técnicos, de realización, sonido y presentación; el cutrerío de la puesta en escena, la triste iluminación de la grada y las dimensiones del escenario; el delirante desfile de invitados, en especial Karina; y el discreto nivel musical de las canciones presentadas… todo, absolutamente todo, quedó olvidado y neutralizado por el efecto dominó de esa atropellada resolución. No solo reímos hasta el llanto y volvimos a reencontrarnos con la peor Marca España, la de la corrupción, el tocomocho y las chapuzas, sino que además se nos obsequió con una genialidad: mandaremos a Kiev a un tipo que ahora mismo ya es el enemigo oficial número uno de los fans del concurso.