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Música

Ya nada me sorprende

En un momento donde cualquier evento es posible y donde lo inconcebible es ahora lo habitual, ya ningún anuncio de concierto me emociona como antes.

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El lunes pasado muchos empezamos la semana con el pie derecho. En horas de la tarde confirmamos por THUMP la noticia: finalmente Moderat se dignaba a pisar estas tierras, muy probablemente para el festival Sónar de este año. Solo necesité remitirme a la noche en que vino Modeselektor el año pasado (quienes también hacen parte de Moderat), para emocionarme por lo que venía: después de tanto haberlo deseado los iba a ver, por fin acompañados de Apparat, para presenciar uno de los lives más bonitos en la actualidad.

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También recordé cuando me enteré el año pasado de que venían los Chemical Brothers y casi me da un infarto, o cuando me enteré que venía Justice por primera vez, o que volvía Âme, Kap Bambino, o incluso recordé muy vivamente cuando los de Modeselektor publicaron en su página de Facebook el flyer de su tour Around The World donde, entre ciudades como Tokio, Melbourne y Sidney, incluían a Bogotá.

Con el tiempo, la emoción y los sobresaltos de alegría cuando grandes artistas anunciaban visitas al país se volvió una constante en la vida de los bogotanos y los paisas, principalmente. Festivales, clubes y promotoras empezaron a hacer posibles los sueños de muchos, al principio cada dos meses o cada mes, luego cada fin de semana. De la nada, empezamos a asistir a fiestas y conciertos una, dos o más veces en un fin de semana, y nos comenzamos a cuestionar si es que nos estaba gustando más música o los artistas estaban viniendo como una avalancha imparable que nos llevó por delante, y de paso se llevaba por delante a nuestra billetera.

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Porque es innegable que en los últimos dos o tres años la popularidad de locaciones como Bogotá o Medellín dentro del circuito global de artistas electrónicos ha crecido, y que ahora tenemos que envidiarle cada vez menos a ciudades como Buenos Aires, Santiago de Chile o incluso la Ciudad de México. Solo para demostrar esto último, hagamos un recuento de los eventos que se vienen en lo que queda del mes. Faltan menos de 20 días y tenemos pendientes a Disclosure, a Roman Flügel, a Stephan Bodzin, Len Faki, Mike Servito, eso solo contando a los artistas electrónicos (este año vinieron los Rolling Stones, Aerosmith, y vuelve Metallica) y sin hablar de octubre, que siempre es uno de los meses más movidos del año.

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Entonces imagínense infartarse por cada artista que anuncian hoy en día, o emocionarse de igual forma esperando cada fiesta. Simplemente no se puede, porque ya tantos han venido que no sorprende si un nombre que pensábamos impensable decide venir por primera vez a tocar acá: lo inconcebible se volvió habitual de repente. Y mucho menos va a poder nuestra pobre billetera, porque no me van a decir que es lo mismo pagar una boleta de 120 ó 150 mil pesos cada dos meses, que pagar un cóver o una boleta de 30 ó 40 mil pesos cada semana. Muchas veces nos ha tocado bajarnos del bus debido a esto, por más que nos muramos por ir a esa fiesta con el artista de nuestros sueños.

Pero no me malentiendan. Celebro todos los fines de semana que Bogotá se haya convertido en un potencial destino para quién visita nuestro continente, que la legión electrónica se haya estirado a lo largo y ancho de nuestro país en parte gracias a un público que responde y a los grandes nombres que encabezan fiestas y festivales, y que también ese crecimiento se haya vuelto proporcional a la cantidad de sitios que están abriendo sus puertas para escuchar y bailar los géneros que nos gustan. Eso demuestra que nos estamos convirtiendo en un territorio fértil para los sonidos electrónicos, y que cada vez llamamos más la atención fuera de nuestro continente.

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Pero había cierta magia del tercermundismo musical que, debo admitir, extraño mucho. Esa emoción que lo embargaba por completo a uno cuando veía el flyer con la cara de tal artista en Facebook o incluso en la calle… eran utopías hechas realidad. Había algo en esa ingenuidad, en esa inocencia, comparable a cuando a nuestros indios les mostraban un espejo, en esa sensación de desvirgue musical que supera esos momentos en los que nos muestran temas increíbles por primera vez, porque es que esta vez la vamos a ver en vivo, cara a cara.Y esa sensación adolescente era maravillosa porque significaba pensar en el hecho de que una banda "renombrada" decidió fijarse en un país cuyo nombre pronuncian mal alrededor del mundo lo emociona a uno, lo hace sentir menos invisible, más importante.

Hay algo en todo eso que me es inevitable extrañar, así pase por romántica o lo que sea. Porque romántica soy. Aún guardo en una cajita la colilla de las boletas de esa época, y lo seguiría haciendo hoy en día si no fuera porque ahora casi ningún evento produce boletería, a lo mucho una boleta para imprimir en un papel blanco con un código de barras y ya.

Pero bueno, no queda más que alegrarse por los artistas que estamos próximos a ver, y por los que seguirán viniendo, porque esta avalancha de eventos semanales está muy lejana de parar. Soy consciente de que estamos viviendo el mundo donde todo es posible y alcanzable, pero para mí era necesario exteriorizar esta sensación, yo sé que algunos entenderán esta nostalgia.

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¿Recuerdan esas épocas? Cuéntenle a Nathalia por acá.